
Hay momentos en los que una vibración profunda se activa en nuestro interior y nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde estamos siendo guiados. Se trata de una frecuencia sutil y antigua, conectada a nuestro origen, que resuena en el cuerpo y en el alma y que se siente como una llamada interior que nos alinea con nuestro propósito de vida.
Para mí, conectar con el origen es una necesidad evolutiva. En un mundo cada vez más mental, hiperconectado y desconectado al mismo tiempo, reconectar con el origen es volver a las bases, sutiles pero firmes, que sostienen la vida: las relaciones, la conciencia, el cuidado, el propósito, la resiliencia o la confianza. Todo lo que somos, sentimos y vivimos está en relación con un origen, que no se puede localizar, pero sí recordar. Retornar al origen es, pues, recordar que somos parte de una red donde nada está separado y donde toda forma visible nace de lo invisible.
Y es en este acto de retorno en el que se despiertan memorias antiguas y arquetípicas que residen en nuestras células, en nuestros sueños y en nuestra intuición. Entre ellas, se encuentra el arquetipo del Visionario, una fuerza interior que percibe más allá de lo evidente y se deja guiar por imágenes internas cargadas de sentido. El Visionario busca revelar la realidad en su dimensión más profunda, conectando lo invisible con lo visible y el origen con el presente. Cultivar esta mirada simbólica es esencial para reconectar con el origen porque nos invita a confiar en la visión del alma, a guiarnos por la intuición y a dejar que la inspiración emerja. Para ello, es necesario soltar el control, confiar en el cuerpo y permitir que la sabiduría del corazón, no solo la de la mente, oriente nuestros pasos. En definitiva, se trata de una invitación a reconectar con la fuente de sentido que habita en lo más íntimo del individuo y, a la vez, en lo colectivo.
En esencia, todas las tradiciones coinciden en que el origen no está en el pasado, sino en lo atemporal, en lo que permanece. Es ahí donde nuestra alma reconoce su hogar. El origen no está fuera, sino en la memoria viva de la Tierra, en el roble sagrado, en la lengua ancestral, en las cuevas que aún guardan los ecos de las voces de nuestros antepasados. Está en los cantos, en los rezos, en la transmisión simbólica que no necesita explicación, porque toca directamente el alma. Está también en nuestras heridas: las personales, las familiares y las de los pueblos, porque ellas guardan la información que necesitamos para sanar.
Volver al origen es recordar la vibración que nos vincula a lo que verdaderamente somos, conscientes de todo lo que nos desconecta: el olvido, la queja, el automatismo de repetir lo conocido, aun cuando ya no nos sirve. La diferencia entre ambas frecuencias es sutil pero decisiva. En una, conectamos con nuestra vulnerabilidad, con nuestro centro, y estamos abiertos a lo que el alma necesita. En la otra, quedamos atrapados en el personaje que hemos construido, reaccionando desde la carencia y exigiendo desde la escasez.
Durante más de tres décadas como fundadora y facilitadora de Amalurra, he transitado este camino guiada por una voz interior que me empujaba a recordar, a descender a la profundidad, a escuchar. Lo que al inicio fue intuición, se fue desplegando como un proyecto comunitario, un espacio de sanación, una práctica de convivencia enraizada en lo ancestral, despertando lo femenino profundo. Amalurra se convirtió así en una vasija donde lo personal y lo colectivo podían encontrarse y transformarse, donde la memoria encontraba un cauce para expresarse y ser dignificada. Este camino ha sido tejido con una práctica de trabajo interior, de sanación transgeneracional y de acompañamiento de procesos individuales y colectivos que se han ido desplegando orgánicamente.
En este proceso, el encuentro con lo femenino profundo ha sido la fuerza que ha iluminado cada descenso y sostenido cada transformación. Más allá del género, he comprendido que lo femenino profundo es una dimensión anímica y espiritual que habita en todas las personas y que, a lo largo de la trayectoria de Amalurra, se reveló como el flujo de vida que emerge de la profundidad y tiene la capacidad de abrazar con el mismo amor la parte creativa y la parte destructiva presente en cada uno de nosotros. Ambas fuerzas nacen del mismo impulso original y forman parte inseparable de nuestro proceso evolutivo, revelando que en su raíz no son opuestas, sino complementarias.
Lo femenino profundo, es decir, el corazón sagrado, representa lo que en euskera llamamos bihotz, “corazón”, que fonéticamente se pronuncia igual que bi-hots (“dos sonidos” o “dos latidos”). Así, bihotz hace referencia a dos sonidos y a la pausa que hay entre ellos, una pausa, una quietud, que no es ausencia sino totalidad, y que abarca la creación y la destrucción, la expansión y el recogimiento, el latido hacia fuera y hacia dentro, el dar y el recibir, el hacer y el ser. En ese espacio intermedio se gesta la integración: una fuerza que no elimina la polaridad, sino que la abraza y la transforma en equilibrio dinámico.
Este latido profundo es la matriz desde la que toda creación auténtica puede emerger de una presencia abierta, receptiva y conectada a la vida. Es el corazón sagrado que armoniza las tensiones internas y nos devuelve al centro. Desde ahí, el dolor no es obstáculo, sino semilla de transformación y la sombra no representa una amenaza, sino parte de la totalidad que busca integrarse.
Volver al origen es, en esencia, reconectar con esa matriz interior, permitir que nuestro propósito de vida vuelva a latir en nuestro interior, aceptar que reparar lo dañado no es borrar el pasado, sino dotarlo de sentido y regresar a ese estado original de hijos e hijas de la Tierra, aprendices de la creación, guardianes del equilibrio. Desde esa fuente, lo nuevo puede brotar con coherencia y belleza, al servicio de la vida que nos habita y nos trasciende.
Volver al origen es, por tanto, volver a escuchar, a sentir, a conectarnos con la Tierra, al nosotros frente al yo. En definitiva, es volver al punto donde la historia personal se encuentra con la memoria colectiva y, juntas, crean un nuevo destino.
Que el origen no sea un concepto lejano, sino un acto de presencia cotidiana.
—Irene Goikolea