El origen de Amalurra está profundamente vinculado al alma de la tierra vasca y a su mitología ancestral, en la que la presencia de la Diosa Mari late como personificación de la Madre Tierra. Mari, fuente de toda vida, simboliza tanto la vida como la muerte, el día y la noche, el bien y el mal, lo positivo y lo negativo, el sí y el no. Ella representa la complementariedad de los opuestos, los comunica y los entrelaza simbólicamente, revelando la multiplicidad de las realidades.
Desde esta visión, Mari no es solo una figura mitológica, sino un arquetipo que nos invita a despertar nuestra capacidad creadora. Dicha capacidad no surge del hacer por hacer, sino de un proceso interior profundo: reconocer lo que somos, integrar lo que hemos rechazado y vivir en sintonía con el pulso de la Tierra y del alma. Y Mari representa ese camino de retorno a nuestra matriz creadora.
A lo largo de mi vida, he ido descubriendo que la figura de Mari encarna un llamado profundo: despertar lo femenino esencial o profundo, el flujo de vida que abraza tanto la creación como la destrucción que nos habita. Este hallazgo fue clave para comprender que lo femenino profundo es una dimensión anímica fundamental, un pulso del alma, el centro vital del que todo emerge. Desde mi experiencia, sin atender esta dimensión, no hay posibilidad de una creación auténtica.
Recuperar lo femenino esencial es, por tanto, un camino de regreso al alma, a la matriz interior donde lo visible y lo invisible se encuentran y desde donde puede brotar una verdadera cultura de la creación. Permitir que la energía de Mari —madre del equilibrio y de la transformación— habite y oriente nuestra conciencia, implica reconocer que al abrazar la sombra con una mirada compasiva puede restablecerse la capacidad creadora.
Con el tiempo, he comprendido que la verdadera creación no nace del esfuerzo ni del deseo mental, sino del bi-hotz —dos pulsos, tic-tac—, ese latido profundo y rítmico que se contrae y se expande en un ciclo continuo de dar y recibir, de impulsar y acoger. En ella confluyen dos fuerzas fundamentales del proceso interior. Por un lado, la creación, entendida como la capacidad de generar vida, ideas y proyectos. Por otro, la destrucción, representada por aquellas dinámicas inconscientes, complejas y, a veces, dolorosas que, desde las sombras de nuestra psique, tienden a deshacer o sabotear lo creado.
La experiencia también me ha mostrado que cuando la tensión entre creación y destrucción se hace visible y se sostiene con una mirada empática, se abre la posibilidad de integrarla. Y desde ahí, como fruto de esa comprensión, puede surgir un acto consciente con el que asumir el impacto o daño causado y emprender un gesto reparador —tanto hacia dentro como hacia fuera—, dando lugar a una transformación real. Reparar no significa deshacer el pasado, sino dotarlo de sentido, reconocer su huella y abrir espacio a un proceso de integración que permita restituir lo dañado y recuperar el pulso de lo esencial.
Este proceso de integración y reparación simbólica encuentra su expresión más profunda en Bi-Hotz, que representa lo femenino esencial: el corazón sagrado que abraza los opuestos y armoniza las fuerzas aparentemente contrarias. Desde esta integración, nace el equilibrio: la capacidad de sostener su tensión creativa y acompañar conscientemente el movimiento vital que impulsa todo proceso de transformación. En el centro de ese equilibrio, emerge una pausa consciente, una totalidad fértil de la que brota algo nuevo: un proceso profundo de auto completación. Y, en ese abrazo, fruto de la integración y la reparación, florecen nuevas posibilidades que resuenan con la esencia viva y creativa. Sintonizar con ese ritmo exige pausa, presencia y un silencio creador que no es ausencia, sino receptividad, desde el que puede emerger lo nuevo.
Por eso, para mí, rescatar el linaje de las sorgin —las sabias, las creadoras de la cultura vasca— no fue un acto simbólico. Fue un regreso al estado original de hija de Mari, aprendiz de la creación y guardiana del equilibrio; un ejercicio de memoria frente a lo silenciado y olvidado, para alumbrar una nueva forma de estar en el mundo.
En la tradición vasca, la palabra sorgin —habitualmente traducida como “bruja”— ha estado ligada a las mujeres, pero su significado va mucho más allá. Su raíz etimológica en euskera —sor, que significa “crear”, y gin, que significa “hacer”— revela una dimensión más amplia y profunda: la capacidad consciente de dar vida y de cuidarla. Así entendida, sorgin no es solo un término de género, sino una cualidad del alma que nombra a quienes están conectados con lo invisible, a quienes cuidan lo sagrado y crean con propósito.
Hoy, en un tiempo en que lo sagrado ha sido relegado, Mari me recuerda que lo divino habita aquí, entre nosotros: en la montaña, en la lluvia, en la cueva y en el corazón. Volver a Mari no es regresar al pasado, sino reactivar una memoria viva que nos ancla a lo esencial. Es un acto radical de presencia, una forma de mirar y vivir el mundo en sintonía con el ritmo de la Tierra.
Mari es la voz de un tiempo que nos llama a sanar, integrar, cuidar y recordar que somos hijos e hijas de la Tierra. Su arquetipo no es una nostalgia del pasado, sino una guía para regenerar el futuro desde el amor, la conciencia y la unidad.