Después de veintiún días en Taiwán, donde he tenido la oportunidad de conocer de cerca las enseñanzas del Tao, siento el impulso de compartir una primera reflexión. No se trata de contar un viaje, sino de expresar lo que esa experiencia ha despertado en mí: una comprensión más profunda de lo que significa realmente la práctica espiritual y de cómo esta mirada se entrelaza con el pulso vivo del código Amalurra.
Desde los comienzos, inspiré y acompañé el nacimiento de Amalurra como una expresión de un proceso interior de transformación nacido del anhelo de recordar quiénes somos más allá de nuestras historias personales. Y ese impulso, el de vivir desde el alma y de hacer de la vida cotidiana un acto sagrado, sigue siendo la esencia que sostiene nuestro camino.
Con el paso del tiempo, he entendido que la práctica espiritual no es algo que se hace, sino algo que se es. No se trata de rezar, meditar o servir como actos separados de la vida, sino de vivir en un estado de atención y humildad constante, reconociendo que todo lo que nos ocurre, absolutamente todo, nos pertenece. Cada emoción que se activa, cada conflicto que aparece, cada obstáculo, son espejos que nos muestran una parte de nosotros que aún está por integrar.
En nuestro camino, aprendimos a mirar hacia dentro cuando algo se movía fuera. Esa fue y sigue siendo la enseñanza fundamental: integrar dentro de uno aquello que proyectamos en el exterior y asumir que el camino espiritual consiste en transformar lo que se nos revela a través de la vida, porque solo cuando dejamos de sostener la ilusión de que el problema está fuera, en el otro, comienza verdaderamente la transformación.
Transformar no es un acto mental, sino un movimiento del alma. Es un proceso que requiere presencia, humildad y una práctica sostenida. Rezar, respirar, meditar, servir, agradecer… son gestos sencillos que, realizados con conciencia, despiertan en nosotros la memoria de lo sagrado. El código Amalurra contiene en sí la comprensión de que la espiritualidad se encarna en cada acto cotidiano, manteniendo viva la conexión con lo esencial.
Durante los primeros años, todo lo que manifestamos brotó de ese fuego interior que alenté y cuidé junto a quienes compartían el mismo camino. En aquel entonces, no había demasiados recursos materiales, pero había práctica. Y desde ese estado de coherencia y entrega, la energía creadora se desplegó con una fuerza extraordinaria: regeneramos la tierra, construimos los espacios y, en definitiva, la comunidad floreció. La materia respondió al espíritu. Sin embargo, con el tiempo, cuando la estructura se estabilizó y la vida se hizo más cómoda, algo de esa práctica se fue diluyendo. Hoy, el aprendizaje es claro: sin práctica espiritual, la materia pierde alma; sin alma, la forma se vacía.
Por eso siento que este momento es un llamado a regresar a la práctica, no como una repetición del pasado, sino como una actualización de nuestra relación con lo sagrado. Se trata de volver a encender el fuego interior y cuidarlo cada día, en silencio y con gratitud.
Se trata de agradecerlo todo: las pruebas, las pérdidas, las dificultades, porque todas son oportunidades de purificación y, también la belleza, la abundancia y la vida misma, porque son expresiones de la misma fuente.
El servicio, la oración, la gratitud y el trabajo interior son las columnas invisibles que sostienen la realidad visible del código Amalurra. Sin ellas, no hay propósito, no hay comunidad verdadera, no hay regeneración posible. Por eso, hoy más que nunca siento que volver a la práctica es volver al origen, al pulso que dio vida al camino de Amalurra, ya que la práctica espiritual es la manera en que unimos en nuestro corazón el Cielo y la Tierra, en un acto de sacralizar nuestra vida cotidiana.
