
Como todo viaje iniciático, el que he tenido la oportunidad de realizar por Turquía y Grecia junto a Matías de Stefano para celebrar el equinoccio no comenzó en el momento de partir, sino mucho antes, en un punto invisible del alma. En realidad, fue una invitación a recorrer, más que un territorio físico, las profundidades de la conciencia humana.
Desde el inicio supe que no sería un viaje para comprender, sino para encarnar las revelaciones que no llegarían a través del pensamiento, sino del cuerpo, de la experiencia directa, de la memoria que habita en la tierra y en los lugares sagrados. Sin seguir un plan completamente establecido de antemano, el recorrido se fue desplegando paso a paso, como si los lugares mismos fueran marcando el ritmo, como si los templos, las piedras y los dioses antiguos nos reconocieran y se abrieran al contacto.
En cada lugar que visitábamos, Matías iba hilando los mitos y las historias de esas culturas que aún laten bajo las ruinas y su voz iba tejiendo una red entre la mitología, la ciencia y la conciencia, revelando la sabiduría que aún pulsa en las tradiciones antiguas. Lo que recibíamos no eran conceptos ni ideas, sino vibraciones y memorias. Y pudimos sentir cómo algo se despertaba en nosotros, una comprensión que no pasaba por la mente sino por el corazón.
Fue un viaje muy intenso en el que el cansancio físico nos ayudó a entrar en un estado diferente de apertura. En ese umbral entre la vigilia y el sueño, la percepción se agudiza, la mente se rinde y el alma comienza a hablar con claridad. Comprendí que ese ritmo no era casual: su propósito era permitir que otras capas de conciencia fueran emergiendo para que el cuerpo, con su sabiduría instintiva, se convirtiera en el templo donde las enseñanzas pudieran anclarse.
En el corazón de este proceso, apareció una revelación sencilla pero profunda. En el entramado de la existencia humana, late un triángulo invisible compuesto por Sabiduría, Poder y Amor, tres corrientes que, al entrelazarse, sostienen la arquitectura viva de la conciencia. No se trata de virtudes separadas, sino de frecuencias que se buscan, se equilibran y se fecundan mutuamente para dar forma a la totalidad del Ser.
La sabiduría se manifestó como la mirada del águila que contempla desde lo alto. Es la claridad que surge cuando la mente se une al corazón, cuando la intuición ilumina lo invisible y el pensamiento se vuelve compasivo. La sabiduría no impone, escucha y sabe ver el hilo que une todas las cosas y reconocer que todo está interconectado. Es la conciencia que integra los opuestos, que entiende que cada sombra guarda una semilla de luz y que, sin descender a la oscuridad, no hay verdadero conocimiento.
El poder, en cambio, ascendió desde las raíces y lo pudimos sentir en el cuerpo, en la respiración, en la tierra que pisábamos, como la fuerza vital que impulsa la acción y la transformación en pos de un propósito mayor, no como el poder que domina o somete. El poder verdadero incluye el valor de mirar lo que duele, de sostener el eje en medio del caos y de mantenernos fieles a la verdad interior, aunque todo lo demás tiemble. Es la energía que destruye lo falso para liberar lo auténtico, la serpiente que muda de piel, el fuego que purifica y renueva.
Elegir por el poder no significa imponer, sino reconocer lo que nos desempodera para ir transformándolo. Para ello, es esencial conectar con la rabia, con la herida, con la vulnerabilidad porque, solo al atravesar esas capas se puede abrir la puerta a un amor más profundo, el que nace del autoconocimiento y la integración de la sombra.
Y el amor... es el pulso que lo une todo, la frecuencia que sostiene la vida, la vibración del corazón de la Tierra. Pero, cuando no va acompañado de sabiduría y poder, se vuelve frágil. Entonces, puede transformarse en ilusión o en dependencia, en una búsqueda inconsciente para llenar un vacío.
A lo largo del viaje, la historia de la manzana de oro —la que desencadenó la guerra de Troya cuando Paris eligió por el amor y excluyó el poder y la sabiduría— se reveló entonces como una metáfora de nuestra condición humana, que tiende a buscar un amor ingenuo que no ha abrazado su sombra y busca fuera lo que no ha encontrado dentro.
El amor, al que yo me refiero como lo femenino profundo, no pertenece a un género, sino a una cualidad del alma. Es la capacidad de contenerlo todo, de abrazar el dolor sin rechazarlo, de sostener la vida incluso en medio del caos. Ese es el amor que no depende, ni exige, ni se aferra. Es el amor que deja ser, el amor que nace cuando sabiduría y poder se funden en el corazón y el alma recuerda su propósito.
Desde la mirada de la psicología profunda, entendí que el triángulo sabiduría, poder y amor representa también la integración de los grandes arquetipos que habitan en nosotros: la mente que comprende, el instinto que actúa y el corazón que une. Cuando uno de ellos se excluye, la personalidad se fragmenta. Cuando los tres se reconcilian, el ser humano encarna su totalidad. El amor deja de ser emoción y se convierte en conciencia. El poder deja de ser fuerza y se convierte en presencia. La sabiduría deja de ser conocimiento y se convierte en visión. En ese punto, algo se reordena en el alma. La mente deja de buscar, el corazón deja de mendigar y la voluntad deja de imponer. Todo se unifica en un solo latido.
Entonces comprendí que el verdadero camino espiritual no consiste en elegir entre luz y oscuridad, sino en sostener el punto medio donde ambas se abrazan y que la plenitud no nace de lo que alcanzamos, sino de lo que integramos.
El viaje por Turquía y Grecia fue una metáfora viva de ese movimiento: Oriente y Occidente, cuerpo y espíritu, masculino y femenino, historia y mito... en la que todo fue encontrando su lugar en una danza mayor. Cada paso en esa tierra antigua fue una ofrenda, un recordatorio de que la conciencia humana está llamada a recordar su propia divinidad.
Hoy, al mirar hacia atrás, siento que algo ha sido sembrado en mí, la comprensión de que el amor verdadero florece cuando la sabiduría ilumina y el poder sostiene, que el propósito del alma no es huir del conflicto, sino transformarlo en concordia y que, en esencia, somos el triángulo vivo que une cielo y tierra, pensamiento y emoción, alma y materia.
Cuando sabiduría, poder y amor se encuentran, el ser humano se vuelve un puente entre mundos, un canal del corazón de Gaia, una chispa consciente dentro de la gran red de la vida. Ese es el viaje que todos, de un modo u otro, estamos llamados a realizar: el regreso a nosotros mismos.