
Las salas de Amalurra, vasija sagrada de transformación.
La alquimia no es solo un vestigio de antiguos laboratorios ni un mito que pertenece a un pasado remoto. Es, para mí, un lenguaje vivo que todavía nos susurra al oído que la vida entera es un proceso de cambio, un viaje en el que los opuestos se atraen y se enfrentan hasta descubrir que en su unión se esconde la plenitud. Los viejos alquimistas hablaban de la piedra filosofal, pero lo que realmente buscaban no era un objeto de poder, sino un estado de integración donde la materia y el espíritu se encontraran en un mismo pulso.
El inicio de ese camino es la prima materia: una sustancia informe, caótica, un amasijo de elementos en conflicto que, desde la psicología profunda, se asemeja al inconsciente. Allí, en lo más oscuro de nuestra psique, conviven pasiones, miedos y memorias transgeneracionales que se enfrentan entre sí, como en un mar turbulento. Los alquimistas lo llamaban la nigredo, la negrura, la noche del alma donde lo viejo debe morir para que lo nuevo pueda nacer.
En nuestro recorrido comunitario, esa fase de descenso tomó forma en Lurbeltz, la sala subterránea, matriz de sombra y origen. En su vientre de piedra, cuando todo parecía perdido, pudimos reconocer la densidad que nos habitaba: las capas de dolor y de silencio acumuladas como sedimentos, que amenazaban con enterrarnos. Fue un tiempo de sueño bajo: un estado en el que emergieron miedos, dudas y fuerzas inconscientes que nos arrastraban hacia la oscuridad. Lurbeltz encarnó esa bajada inevitable al inconsciente colectivo, obligándonos a escuchar lo reprimido y darle espacio. Allí aprendimos que no se trataba de huir de la oscuridad, sino de entrar en ella con valor, acogiendo las voces relegadas. En sintonía con la tradición de Mari, que habita las cuevas como guardiana del misterio y de la fertilidad, descubrimos que lo sombrío es también germen, que en lo más oscuro late la semilla de la vida nueva.
Con todo, ningún proceso de transformación ocurre sin un contenedor. Los alquimistas lo llamaban vas hermeticum, la vasija cerrada donde los elementos, al ser sometidos a la tensión, se transformaban en algo distinto. Sin vasija, la obra se dispersa; en ella, la energía se concentra y madura. A lo largo de nuestro camino, esa vasija tomó cuerpo en el propio territorio de Amalurra, que desde el principio acogió nuestro anhelo de regeneración y sanación. Restaurar la tierra arrasada, devolverle su fertilidad, plantar árboles y escuchar los latidos de las piedras fue ya un acto alquímico: la naturaleza misma se convirtió en espejo y compañera de nuestro proceso interior.
Con el tiempo, atravesamos una de las etapas más críticas de nuestra trayectoria, marcada por una campaña de difamación que nos sumió en un estado de abatimiento y desconexión. Pronto comprendimos que aquellas voces externas no eran ajenas, sino que resonaban con lo que existía dentro del propio campo colectivo. A ello se sumaba el diagnóstico de expertos en radiestesia, que señalaron un exceso del elemento fuego en el lugar. Ese fuego no se limitaba a lo que se expresaba fuera en forma de difamación; también despertaba en nosotros una rabia más profunda, inconsciente, que necesitaba ser reconocida. Al trabajar con esa energía fuimos comprendiendo que no se trataba únicamente de nuestras emociones, sino que estábamos tocando memorias más ancestrales que habitaban en el territorio: heridas de la Guerra Civil, la violencia entre bandos, la presencia de soldados nacionales y de nazis que habían dejado su huella en el lugar. Las presencias que se percibían nos permitieron darnos cuenta de que esa rabia era ancestral y, al mirarlas con empatía, comprendimos que no eran ajenas, sino parte de nuestra historia y también nuestros ancestros. Darles un lugar en la memoria y en el corazón fue un acto de integración que permitió transformar la energía destructiva en fuerza de vida.
La nueva sala Ekizuri, “sol blanco”, se levantó como respuesta a esa necesidad de sostener y transformar la densidad sin sucumbir a ella. Si Lurbeltz representaba el descenso a la oscuridad, Ekizuri emergió como un espacio de luz y de integración. Su geometría sagrada y sus fuentes exteriores, diseñadas según los sólidos platónicos, nos recordaban que los cuatro elementos buscan siempre un equilibrio y que, al permitir que el agua, la vulnerabilidad, suavizara el exceso de fuego, podíamos transformar la rabia ancestral que habitaba tanto en nosotros como en el territorio.
En términos del trabajo de procesos, Ekizuri fue el espacio donde comenzó a desplegarse el sueño alto: las imágenes de plenitud, los símbolos de unidad y los destellos de propósito que nos recordaban que, más allá de la densidad, había una dimensión de totalidad aguardando a ser vivida. Ekizuri fue, y sigue siendo, una linterna que ilumina lo reprimido, convirtiendo el dolor colectivo en fuerza vital. En sus muros blancos descubrimos que la luz auténtica no excluye la sombra, sino que la abraza y la transforma, como en el mito de Atarrabi y Mikelatz, donde la salvación llega únicamente al acoger lo que más rechazamos.
Finalmente, en lo alto del eje que forman Lurbeltz y Ekizuri, se alzó Bi-Hotz, “corazón” en euskera, la torre octogonal cuyo nombre significa, “dos pulsos” o “dos sonidos”. Este espacio encarna la culminación de la obra alquímica, la rubedo, el enrojecimiento, el instante en que los opuestos se unen en un mismo latido. Allí, en el corazón sagrado, comprendimos que la creación y la destrucción no son enemigas, sino movimientos de un mismo pulso vital: la contracción y la expansión que mantienen viva la danza del universo. Bi-Hotz es la representación simbólica de lo femenino profundo: el corazón que abraza lo bajo y lo alto, armonizando las fuerzas aparentemente contrarias y abriendo un espacio para lo nuevo, para la creación.
Así, las tres salas —Lurbeltz, Ekizuri y Bi-Hotz— forman un eje que no es solo arquitectónico, sino también espiritual y simbólico. Constituyen la vasija sagrada que sostiene el proceso: desde la oscuridad fértil del sueño bajo hasta la claridad expansiva del sueño alto y, desde allí, al latido que los integra. En ellas, la comunidad pudo vivir por instantes en su propio cuerpo lo que la alquimia describe como el tránsito del plomo al oro. Amalurra se revela entonces como un gran útero alquímico, un espacio donde la vida, con toda su densidad y contradicción, puede desplegar su capacidad de transformación y renacimiento.
En este recorrido aprendimos que lo que parecía muerte escondía un nuevo comienzo, que lo reprimido podía convertirse en fuerza creadora y que la unión de la sombra y la luz abre la puerta a la conciencia más auténtica. El oro alquímico no es un metal. Es el latido profundo que nos recuerda quiénes somos en esencia: un “nosotros” tejido en el abrazo entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo divino, entre lo bajo y lo alto, entre la oscuridad y la luz.