
Este otoño, más de ochenta personas nos reunimos en Amalurra para recorrer, una vez más, un tramo del camino que nos devuelve al origen. Cada retiro es una oportunidad para mirarnos con nuevos ojos, para descubrir lo que habita detrás de nuestras luces y nuestras sombras y, esta vez, el Maestro fue el arquetipo que nos acompañó.
El Maestro no es una figura externa ni una voz que dicta lo que debemos hacer. Es una presencia interior que nos guía cuando somos capaces de detenernos, de escuchar y de confiar. Representa la sabiduría que se revela cuando soltamos el control y el apego, cuando dejamos de resistir lo que la vida nos muestra y permitimos que la experiencia nos transforme.
Durante el retiro, nos movimos entre la densidad y la claridad. Cada emoción contenida —ira, juicio, rabia o resentimiento— apareció como una puerta que nos invitaba a mirarlas atravesando el miedo a ser descubiertas. Ese fue nuestro primer acto de maestría, porque cuando uno se atreve a mirar, la energía deja de estar retenida y comienza a transformarse.
El cuerpo, siempre honesto y siempre sabio, se convirtió en el mapa y el puente que nos permitió soltar lo que la mente intenta controlar. A través del movimiento, la respiración y la danza, dimos espacio a lo que pedía salir. Cada paso y cada gesto nos recordaron que la verdadera libertad no consiste en escapar de nuestras emociones, sino en abrazarlas hasta que se disuelvan.
A medida que avanzábamos, algo se fue volviendo más claro: el camino de la maestría no tiene que ver con alcanzar un estado de perfección, sino con aprender a habitar lo que somos. La sabiduría no surge del conocimiento acumulado, sino de la experiencia integrada. Es un saber que nace del cuerpo, de la tierra, de la vida cotidiana; un saber que se despliega cuando lo humano se rinde ante lo verdaderamente esencial que habita en cada uno.
En Amalurra, llevamos más de tres décadas recorriendo este sendero hacia el origen. Lo que al principio parecía un movimiento hacia el futuro, una búsqueda de algo nuevo, diferente o más elevado, con el tiempo se ha revelado como un viaje de retorno a la esencia. Por eso, hemos aprendido que no se trata de avanzar, sino de regresar; no de acumular, sino de vaciar; no de buscar fuera, sino de recordar lo que ya somos.
Caminar hacia el origen es un proceso de desapego en el que, a cada paso, vamos dejando caer lo que ya no necesitamos: las creencias heredadas, los miedos que nos detienen o las inercias que nos atan a la discordia del mundo. Y al hacerlo, el paisaje interior va cambiando. La densidad se convierte en ligereza, el ruido en silencio y la lucha en concordia.
A veces, este camino se siente arduo. Hay momentos en los que la vida parece detenerse y todo comienza a desmoronarse para permitir que algo más genuino emerja. En esa pausa, en esa rendición ante lo que no controlamos, se abre un espacio nuevo en el que la confianza se activa y la sabiduría empieza a hablar con voz clara.
El Maestro interior representa, precisamente, la capacidad de confiar en el proceso, incluso cuando no entendemos adónde nos lleva. Es la parte de nosotros que sabe que la vida tiene un pulso propio y un orden más amplio que el de nuestras voluntades. Y, cuando nos abrimos a ese pulso, algo profundo comienza a alinearse dentro.
Durante el retiro, cada persona transitó su propio proceso: algunos en silencio, otros a través del cuerpo o de la palabra. Cada historia individual fue una pieza de un mosaico mayor y, al final, como siempre, la suma de todas las presencias generó un campo común de comprensión, porque cuando uno se transforma, el círculo entero cambia.
La maestría no consiste en no tener sombras, sino en reconocerlas y abrazarlas sin miedo; en sostener la mirada cuando la rabia, la vergüenza o el deseo de controlar aparecen; en comprender que cada emoción trae consigo una lección, un fragmento de nosotros mismos que pide ser escuchado.
Hoy, después de este encuentro, siento que el camino de Amalurra, y el mío propio, continúa girando en espiral hacia dentro. Cada ciclo que completamos nos lleva a una nueva profundidad del mismo punto: el origen, ese lugar donde lo humano y lo esencial se encuentran, donde ya no hay lucha entre lo que fuimos y lo que somos, porque todo se reconoce parte del mismo viaje.
La maestría, en este sentido, no es una meta sino una práctica cotidiana. Se cultiva en los gestos más sencillos: en la capacidad de escuchar sin reaccionar, de soltar sin perder la dirección, de confiar incluso cuando no hay certezas. Es un arte de vivir con conciencia, en relación con todo lo que es.
Este retiro nos recordó que el verdadero aprendizaje ocurre cuando la mente se rinde al corazón, cuando la palabra deja paso al silencio y cuando la acción nace de dentro. En ese espacio, la vida vuelve a fluir y el cuerpo se convierte en tierra fértil para lo nuevo.
Hoy sigo caminando hacia ese nuevo paisaje interior que se abre cada vez que soltamos algo que ya no nos sirve. Un paisaje más amplio, más consciente, más libre, porque el futuro, como aprendemos una y otra vez, no está adelante, sino que nace detrás, en el origen. Y, en ese regreso, volvemos a encontrarnos con la confianza, la sabiduría y la alegría de ser.