Diciembre y las fiestas navideñas traen consigo un tipo de clima emocional que parece obligatorio: equilibrio, gratitud, buenos deseos y reconciliación. Pero cerrar un año no debería reducirse a una emoción colectiva esperada. Para mí, el final de un ciclo es un umbral más exigente que pide honestidad, discernimiento y una forma de apertura que no sea ingenua.
A veces, lo más difícil de estas fechas no es lo que ocurre fuera, sino lo que se activa dentro. La comparación, la prisa por “estar bien”, el ruido de lo familiar o las expectativas propias y ajenas. Y, sin embargo, precisamente por eso diciembre puede ser una oportunidad para no maquillarnos emocionalmente, sino para observar con claridad desde dónde estamos viviendo, porque la manera en que cerramos un año suele revelar qué defensas mantenemos, qué patrones repetimos, qué verdades evitamos y qué decisiones que ya hemos madurado seguimos postergando.
En los procesos que acompaño, y también en la experiencia humana en general, he visto una y otra vez que la transformación no se sostiene en momentos intensos ni en ideas brillantes. Se sostiene en algo más sobrio: en la relación que tenemos con la verdad. No con “la verdad” como concepto, sino con esa verdad concreta que se manifiesta en lo cotidiano: dónde cedo para evitar conflicto, dónde me rigidizo para sentir control, dónde callo lo importante, dónde me adapto más de lo que es sano, dónde confundo compromiso con sobreesfuerzo. Cuando esa verdad se mira de frente, algo empieza a ordenarse. Y cuando se evita, al año siguiente suele repetirse, aunque cambien los escenarios.
Por eso, me interesa hablar de abrir el corazón en un sentido riguroso. Tener el corazón abierto no es un estado emocional siempre agradable, ni una forma de bondad permanente. Es la capacidad de contactar con lo que siento, con lo que sucede, con mi responsabilidad, con el impacto que genero. Es una apertura que no elimina los límites, sino que los clarifica; que no anestesia el dolor, sino que lo vuelve transitable; que no busca ser aceptada, sino ser coherente.
Cierra un ciclo quien puede asumir, con serenidad, que no todo lo vivido ha sido como quería. Y también quien puede reconocer qué ha aprendido, qué ha madurado, qué ha dejado de repetir. El cierre no es una conclusión perfecta; es una integración suficiente que se mide en cosas pequeñas: si puedo descansar sin culpa, si puedo decir “no” sin agresividad, si puedo pedir sin justificarme, si puedo reparar sin convertirme en víctima o en culpable, si puedo sostener un conflicto sin perder dignidad. Ese es el tipo de “espiritualidad” que me interesa: la que se practica y se ve en la vida cotidiana.
Una parte relevante de mi trabajo tiene que ver con reconocer las defensas, es decir, las estrategias que en algún momento nos han protegido. El problema aparece cuando las convertimos en nuestra identidad y ya no nos sirven. Algunas defensas son evidentes, como la dureza o el control. Otras son más sutiles y, por eso, más peligrosas, como la complacencia constante, la hiperproductividad, la necesidad de ser “la persona que puede con todo”, el exceso de amabilidad que oculta un resentimiento, la racionalización que evita sentir e, incluso, cierto lenguaje espiritual que se vuelve una forma elegante de no entrar en el terreno de lo humano.
Cerrar el año con corazón abierto implica poder ver esas estrategias sin condenarlas y sin obedecerlas automáticamente, porque, en el fondo, lo que queremos no es tener razón sobre nuestra historia, sino dejar de vivir atrapados en ella.
En este punto, la verdad y el corazón no están en lados distintos. La verdad sin corazón se vuelve juicio. El corazón sin verdad se vuelve confusión. Abrir el corazón para entrar en 2026 no significa “sentir bonito”. Significa sostener una honestidad que no destruye, sino que ordena. Esa honestidad suele pedir tres movimientos muy concretos. El primero es renunciar a una forma específica de autoengaño. No hay que desmontarlo todo en una semana, pero sí reconocer qué narrativa usamos para quedarnos donde estamos: “no puedo”, “no es el momento”, “cuando cambie esto…”, “soy así”, “ya lo trabajaré”, “no tiene importancia”. La vida es demasiado precisa. Lo que evitamos mirar vuelve, de otra forma o en otro lugar, pero vuelve.
El segundo es asumir una verdad práctica que tenga consecuencias. Tal vez sea una conversación pendiente. Tal vez un límite que se ha demorado. Tal vez una reparación. Tal vez una renuncia. Tal vez una decisión que incomoda. Un cierre real casi siempre incluye un acto de responsabilidad, porque lo que no se nombra con claridad suele expresarse como síntoma, desgaste o conflicto.
El tercero es sostener un compromiso realista, algo que, si lo sostengo, cambia mi manera de vivir. Puede ser un compromiso con la salud y el descanso, con la coherencia en los vínculos, con una forma de trabajo más sostenible, con la presencia en el cuerpo, con la sobriedad emocional, con la honestidad en la palabra. Los compromisos que transforman no son grandilocuentes, sino que se traducen en puntos de la agenda, en límites, en hábitos y en decisiones.
Quizá lo más valioso de este cierre de año sea recordar que entrar en un nuevo ciclo no requiere un optimismo obligado. Más bien requiere una apertura comprometida capaz de sostener el duelo, la incomodidad, la verdad y también la gratitud ante lo que uno ha aprendido.
Si estás en este momento de cierre, te dejo tres preguntas que no buscan una respuesta amable, sino útil. Escríbelas, si puedes, sin adornos:
¿Qué ha quedado claro para ti en 2025 que no quieres volver a ignorar?
¿Qué patrón no quieres repetir en 2026, aunque sigas teniendo argumentos para mantenerlo?
¿Qué decisión, si la sostienes, haría tu vida más coherente?
Cerrar un año con el corazón abierto es, en el fondo, dejar de negociar con lo que nos desconecta y elegir una forma de presencia más íntegra, porque vivir con defensas permanentes tiene un coste que se paga con energía, salud o relaciones.
Te deseo que este final de año no sea un paréntesis emocional, sino una puerta hacia un 2026 con más discernimiento y menos autoengaño; con más contacto y menos defensas; con más verdad y más corazón, al mismo tiempo.
