
Estos días, mientras me preparo para participar en el próximo encuentro del Puente Arco Iris en Amalurra, he sentido con fuerza la necesidad de detenerme y contemplar. No pretendo elaborar un discurso, sino acoger lo que esta experiencia me está revelando: que cuando la Tierra y el alma laten al unísono, algo dentro se vuelve nítido e inevitable.
Lo que está naciendo en Amalurra no es simplemente una nueva fase. Es más bien una revelación que se despliega desde dentro, desde una semilla que siempre estuvo ahí, esperando el tiempo fértil para mostrarse. No es un plan, ni una estrategia, sino un pulso. Es el corazón de la Tierra que vibra en mí y en quienes resuenan con su llamado y que, desde su profundidad, nos invita a recordar quiénes somos.
Es la danza misma de la vida: creación y destrucción, expansión y recogimiento, latido hacia fuera y hacia dentro. Y, en medio, la pausa; esta pausa que no es ausencia, sino totalidad. Y es a través de ella como podemos acceder a la semilla que lo contiene todo.
Esta semilla no es nuestra; pertenece a la Tierra, pero se muestra cuando la escuchamos. Amalurra Izan es precisamente este acceso, este reconocimiento de una sabiduría mayor que pulsa desde lo profundo y nos revela su código si aprendemos a resonar con él.
Este acceso no es abstracto. Yo lo he experimentado. Durante años lo he caminado a través del inconsciente —el mío y el colectivo—reuniendo las partes que permanecen exiliadas. Esta vivencia ha supuesto, y sigue suponiendo, pasar por rupturas, reconciliaciones, preguntas sin respuesta y decisiones nacidas desde lo profundo. No he buscado perfección, sino verdad. Y he visto cómo ese proceso, doloroso y luminoso a la vez, no era solo mío, sino de muchos otros.
Siento que la dignidad del ser humano radica en poder honrar su naturaleza íntegra, con luces y sombras, sin ocultar las grietas, sin adornar lo vivido, sin avergonzarse de su historia. He visto a muchas personas llegar a ese momento en el que pueden presentarse con todo lo que han sido y son, sus arrugas, sus pasos torcidos, sus intentos fallidos… y sostenerlo todo sin juicio. Ahí empieza la soberanía. En ese auto perdón profundo que no es indulgencia, sino reencuentro con lo esencial.
Amalurra no es un lugar. Es un campo de conciencia que se revela a través de quienes están dispuestos a conectar con esta semilla. Hablar de Amalurra no es hablar de un espacio físico ni de una comunidad organizada. Es hablar de un modo de vivir que se va afinando con el pulso de la Tierra; un pulso que nos recuerda que todo es ciclo: luz y sombra, hacer y dejar de hacer, expansión y recogimiento.
No puedo explicar solo con palabras lo que he experimentado porque más que información, se trata de una frecuencia, un código, un susurro de la Tierra que atraviesa el cuerpo cuando una está en silencio, cuando ya no hay nada que demostrar. Por eso, insisto: no se trata de hacer Amalurra, sino de ser Amalurra.
Este impulso que ahora se despliega no busca convencer, ni establecer nuevas doctrinas. No tiene una forma preestablecida. Solo ofrece la certeza de que el latido de la Tierra es el mismo en todas partes y se activa en nosotros cuando nos atrevemos a abrazar nuestra totalidad.
Creo que no hay mayor revolución que esa, que no hay red más viva que aquella que se teje desde la conexión íntima con la tierra que somos. Esa es la red que está naciendo aquí, en Amalurra.
Sé que no es fácil, que muchas veces preferimos la separación al encuentro, porque duele, porque remueve, porque nos muestra lo que hemos evitado ver. Pero también he visto, una y otra vez, que tras el dolor viene el renacer, que el perdón no es una meta moral, sino un movimiento interno que reorganiza nuestras partes internas y restituye la dignidad perdida y que, al perdonarnos, recuperamos nuestra pertenencia a la gran matriz de la vida.
Amalurra Izan es ese llamado a ser con todo lo que somos. A dejar que la semilla nos hable, nos guíe, nos revele caminos aún no imaginados. No necesitamos grandes discursos. Lo que se despliega no se dirige, se acompaña. Y para ello necesitamos cultivar la escucha, el respeto, la diferencia.
Basta con habitar el cuerpo, la Tierra, el silencio. Basta con mirar a los ojos de otro ser humano y ver allí la misma semilla latiendo, porque cuando nos conectamos con ella, todo se transforma.
Este momento no exige prisa. Pide autenticidad. Y cuando esta autenticidad se vuelve colectiva, aparece la red, una red que no se teje desde el esfuerzo, sino desde el reconocimiento mutuo, desde la certeza de que somos muchas personas las que estamos escuchando lo mismo, aunque con palabras diferentes.
Cada ciclo es una nueva oportunidad para reunir lo que fue separado, para honrar lo vivido, para abrirnos al misterio. Este es el arte de florecer desde dentro, sin prisas, sin fórmulas. Como la primavera, que no pregunta si será bienvenida. Simplemente llega.